“Sobre cada tumba de suicida debiera abrirse una información a perpetuidad.”
Alfonso Reyes, El suicida.
“Odio a los indiferentes”. Con estas palabras, Antonio Gramsci inicia un texto homónimo fechado el 11 de febrero 1917. Párrafos posteriores, continúa: “La indiferencia opera con fuerza en la historia. Opera pasivamente, pero opera” (Gramsci, Odio a los indiferentes, editorial Alianza, p. 19). ¿Qué tiene que ver todo esto con suicidio? ¿De qué indiferencia hablas, te preguntarás, lector, si todo el mundo habla del suicidio? Permíteme exponer mi punto, lector.
La semana pasada, debido a la caída del 99% de la criptodivisa Terra Luna, “suicidio” se volvió tenencia en Twitter. Había noticias sobre personas que, al perder prácticamente todo su dinero, confesaban que el suicidio era la única respuesta que vislumbraban. Los mensajes de apoyo por parte de los usuarios de la red social, no se hicieron esperar. Fuimos testigos de un gran acto de solidaridad. No obstante, también fuimos testigos de algo, digamos, muchísimo más sutil: el paradigma dominante en torno a la comprensión de lo psicológico. Me refiero al paradigma dualista.
A grandes rasgos, y probablemente pecando de simplista, podemos definir el paradigma dualista como aquel que comprende la acción humana como producto de procesos neuroquímicos o mentales, representadas en nuestro presente por la neurociencia y la psicología cognitivo-conductual. Es este paradigma, precisamente, bajo el cual suele estudiarse el fenómeno del suicidio (ver Comportamiento Suicida. Reflexiones críticas para su estudio desde un sistema psicológico, de Mauricio Ortega González, en especial el capítulo 2, donde el autor realiza un breve repaso por las teorías psicológicas predominantes en el estudio del suicidio).
No es mi propósito ahondar en las teorías que parten del paradigma dualista para explicar el fenómeno del suicidio. Al respecto, puede revisarse la obra de Mauricio Ortega previamente citada. Quiero resaltar, no obstante, que de dicho paradigma se asume que el suicidio es producto de “deficiencias” a nivel neuroquímico o cognitivo. Podemos citar, para exponer lo anterior, estudios como el de Antypa, Serretti & Rujescu (2013, Serotonergic genes and suicide: A systematic review), que sugieren que hay genes implicados en la segregación de la serotonina que podrían dar cuenta del fenómeno del suicidio. Por otro lado, podemos traer a cuenta la teoría del suicidio de Aaron Beck (una de las figuras más importantes en la historia de la terapia cognitivo-conductual), donde se postula que pensamientos negativos y creencias disfuncionales tendrían un peso explicativo importante en las tendencias suicidas.
Posturas como las anteriores, derivadas del paradigma dualista de lo psicológico, dan pie a lo que podemos denominar como la patologización del sufrimiento. Es decir, se asume al sufrimiento humano como un síntoma de “algo” que está mal dentro del individuo. Por lo tanto, hay que generar fármacos y psicoterapias que “arreglen” las deficiencias individuales. La situación ha llegado a tal punto, ¡que incluso ya contamos con una píldora para el suicidio! Hablamos de la S-ketamina, un anestésico empleado para la depresión. Una crítica que podríamos realizar sería la siguiente: ¿todo acto suicida parte de la depresión? (al respecto, ver Ciencia y pseudociencia en psicología y psiquiatría, de Marino Pérez Álvarez, en especial los capítulos 4 y 10).
¿Es el suicidio un acto enfermo o un acto producto de una enfermedad? Pues, huelga decirlo, esa es la postura popular, no ya solo dentro de “la academia”, sino también fuera de ella. ¿Por qué asumimos, sin siquiera chistar, que lo anterior es así y solo puede ser así? ¿Será por el horror que nos produce el fenómeno? ¿O no será, acaso, que dicha postura es acorde con el “espíritu de nuestro tiempo”? En su Antonio Gramsci: la pasión de estar en el mundo, el politólogo italiano, Diego Fusaro, escribe: “la fabricación del consenso solo celebra como actuales y a la moda los pensamientos y los autores que confirman el espíritu del tiempo, conformándose con él” (p. 14). Dejo esta cuestión abierta. Tan solo me gustaría apuntar que, posturas como ésta, son fácilmente identificables con posicionamientos ideológicos particulares. Al hablar del cerebrocentrismo (postura a la cual podemos adscribir a las neurociencias), Pérez-Álvarez, Sánchez y Cabanas escriben, en su La vida real en tiempos de la felicidad: “El cerebrocentrismo y el gencentrismo serían la última frontera del individualismo, donde el individuo ya ni siquiera es uno mismo, sino su cerebro y sus genes, y quién sabe si sus microbios” (p. 16, cursivas en el original, negritas mías). Nosotros podríamos agregar: y, ¿por qué no?, también sus pensamientos.
¿Quién lo diría? Procurando un bien (en este caso, consolar a individuos que perdieron su dinero y, además, visibilizar el fenómeno del suicidio), podemos caer en un acto terrible de indiferencia. En un acto de sumisión total, pues las posturas populares, sumamente criticables, no son criticadas, sino asumidas. Forman parte de nuestro sentido común o, en palabras de Fusaro, “ese sentir común que pretende ser justo o, en cualquier caso, el único legítimo” (Pensar diferente. Filosofía del disenso, p. 7).
Alternativas desde otros saberes, hay. Por ejemplo, podemos encontrar, dentro de la antropología filosófica de Gustavo Bueno, la noción de “individuo flotante”, la cual puede ser de suma utilidad (al respecto, ver el artículo de Alfonso Fernández Tresguerres, Del Suicidio). Bueno, en su conocidísimo ensayo Psicoanalistas y Epicúreos. Ensayo de introducción del concepto antropológico de “heterías soteriológicas”, explica el surgimiento de las individualidades flotantes de la siguiente forma: “resultarían no precisamente de situaciones de penuria económica, ni tampoco de anarquía política o social (anomia) propia de las épocas revolucionarias, sino de situaciones en las cuales desfallece, en una proporción significativa, la conexión entre los fines de muchos individuos y los planes o programas colectivos…” (p. 23, cursivas del original, negritas mías). La noción de individuo flotante es rica en contenido. Ha sido utilizada, por ejemplo, para el estudio del auge y éxito de la denominada psicología positiva, por Marino Pérez-Álvarez, Edgar Cabanas y José Sánchez en La vida real en tiempos de la felicidad.
Como puedes apreciar, lector, a lo largo de esta entrada no nos hemos proclamado en diversas cuestiones. Las más importante, entre ellas, sería contestar a las preguntas “¿es el suicidio un acto enfermo?”, “¿son los suicidas enfermos?”, y similares. Lo anterior fue aldrede. La finalidad de este texto, más que dar respuestas concretas, es llamar a la disidencia, recordando las bellas palabras con las que Diego Fusaro inicia su Pensar diferente: la historia de la humanidad es también la historia del disenso. La disidecia como alternativa a la indiferencia mostrada en el asentir diario ante posturas que, de forma acrítica, damos por sentado.
Bienvenida sea, pues, la disidencia.
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